

Es curioso pensar que un renombrado escritor, crítico y teórico de la literatura se haya criado en un ambiente en el que la lectura y la escritura pasaron de ser percibidas. En este texto, Noé Jitrik, explora, en sus recuerdos infantiles, cuál era el espacio que estas dos actividades ocupaban en su entorno familiar.
Se trata de una típica familia judía, proveniente de algún pequeño pueblo castigado por la Rusia zarista de fines del Siglo XIX. La tierra prometida es América y el sitio en el que anclan es un remoto pueblo pampero. Y en esas primeras imágenes que teje la memoria, las mujeres cosen, dialogan, son inteligentísimas y rápidas para preguntas y respuestas, pero son analfabetas. Los hombres ofician de rabinos, un hermano mayor trabaja en el correo, el padre intenta montar una fábrica de gaseosa, actividades todas que implican un cierto manejo de la lectoescritura.
La escritura adquiere, en el ámbito familiar, cierto status pero sólo a los fines prácticos. Sin embargo, tanto lectura como escritura, son operaciones que la memoria no trae como actos cotidianos, palpables en alguna imagen, “… escribían, pero sin que se notara,…” dice Jitrik. Noé niño no observa en su casa prácticas de escritura pero las presupone. Presupone, por ejemplo, la escritura de cartas. Las que su padre le escribe a los alejados parientes. El padre lee en voz alta y para todos, las cartas que recibe pero no las que escribe, ni siquiera ve cuando las escribe (¿Las escribe?). Y aparece el dilema identitario respecto a la lengua. Son rusos, rusos judíos y probablemente bolcheviques. La oralidad, incluyendo esta lectura en voz alta, abre la pregunta del idioma y con ella la relación entre la lengua y la identidad. Por un lado, evoca lo religioso y lo ritual de la lengua en la comunidad judía en la que las ceremonias se realizan en hebreo y en la cotidianeidad, hombres y mujeres, se expresan en idish. Por otro lado, el ruso que no comparte ni siquiera los grafemas con el español. Noé niño no recuerda, seguramente inmerso en esos tantos idiomas que circulaban en su infancia, en qué idioma ocurría cada actividad vinculada al lenguaje dentro del ambiente familiar. Y la misma pluralidad deja esa marca de indefinición y se vuelve fuerte aquello que se hace, más que lo que se dice. Los contornos que va reviviendo y resignificando se funden en la forma y no en el contenido.
Asimismo, el pueblo que aparece en estos primeros recuerdos puebla las calles de lenguajes tan diversos que lo alejan del contexto geográfico en el que realmente suceden “…: si alguien hubiera podido entrar en las casas y recorrer las calles del pueblo escuchando las conversaciones se habría creído en algún lugar de Europa, no en la misteriosa pampa argentina”.
Y es en medio de esta Babel que aún en un contexto de desinterés particular por la lectura y la escritura, el niño evocado o, mejor dicho, la evocación de estos recuerdos, casi caóticos, casi en penumbras, resignifica su propia historia con la lengua. Esta misma historia que habilita (conciente o inconcientemente) luego; en un principio, desde lo escolar, hasta el hombre de letras; esta relación potente con las palabras.